Carta a una psicoanalista

Uno jamás testimonia para sí mismo. Se testimonia para otro.
El testimonio surge de una experiencia sobrecogedora, experimentada
a menudo como indecible y de la que el testigo, desde la posición que ocupaba
(posición de actor, de víctima o de observador),
debe dar fe a los ojos de otros, a los ojos del mundo entero.
El testimonio es, en todo caso, un gesto de mensajero, de pasador,
un gesto para otro y para que algo pase.
 
Georges Didi-Huberman

Recuerdo llegar a su consultorio herido y lastimado, sangrando lágrimas de dolor y sufrimiento. Sentía que mi obituario estaba tallado en una lápida de piedra inexistente y no por ello menos real. Sí, ese real que usted entiende. En meses anteriores había experimentado un torbellino de emociones, afectos y sentimientos avasallantes. Una mujer horrible me apuñaló el alma, un hombre encantador y guapo me enamoró, luego un hermano que nunca tuve murió, y la presencia del deseo de morir se hizo sentir en cada instante de esos días. 

Sus primeras palabras fueron como un bálsamo, una primera curación tópica de intervención dérmica y acción afectuosa y efectiva. Recuerdo su mirada firme y tierna, a la vez interesada pero sin una clara expresión de emociones. Luego me recosté en su diván, sentí la textura sintética de sus acolchados pliegues sumidos por el paso del tiempo y por el pasaje de un sinfín de deseos, performances y narraciones que han acontecido sobre su lecho. En mi mente permanece la imagen del jarrón de cristal transparente con las frescas rosas rojas y el aroma sutil que percibía mientras le contaba sobre mis ganas de ser amado, la ternura del tiempo perdido y mis fantasías de dominio, caricias y éxtasis. 

Las palabras de la efigie más brutal de mi madre hoy no me atormentan más. Con su ayuda pude desarticular cada letra de una oración dolorosa y desmontar la amargura que me paralizaba la voz y me hacía llorar constantemente con las dudas en cada ocasión que sentía el afecto de alguien. Quitarles fuerza a esas letras, a la idea de ciertas frases, fue posiblemente la operación subjetiva más dolorosa que he practicado. Fue como quitar un alambre de púas atenazado en mi cuerpo, en mi corazón y en mi alma. Hoy todavía siento la dolencia fantasmal en mi garganta sobre aquellas cicatrices, pero van sanando, cada día un poco. 

Las palabras de la efigie más brutal de mi madre hoy no me atormentan más. Con su ayuda pude desarticular cada letra de una oración dolorosa y desmontar la amargura que me paralizaba la voz y me hacía llorar constantemente con las dudas en cada ocasión que sentía afecto

Con usted aprendí a ser paciente, a no querer saberlo todo de inmediato, no querer decirlo todo en una sola oración, no querer asistir a todos los eventos. Aprendí sobre prudencia, templanza, calma, y a que de cierta manera, todo siempre estará bien. Pude discernir entre lo urgente, lo importante y lo que verdaderamente importa en mí vida. Reconozco que hubo cosas impronunciables, que jamás me atreví a decir, pero que usted sospechó alguna vez. Admito también que no hubo necesidad de decirlas en voz alta, porque siempre han sido un eco presente en mi cuerpo, en mis textos, en mis posturas políticas: soy sobreviviente de abuso sexual y de la violencia del régimen epistemológico binario y heterosexual. 

Nunca he sido una victima y no lo seré jamás. Soy un superviviente. Sobreviví al acoso de mis compañeros cuando era un niño y me decían maricón, puto, enfermo y desviado. Sobreviví al abuso sexual en mi infancia. Sobreviví al rechazo, la violencia, los golpes y el acoso sistemático de mis compañeros, y de algunos maestros, cuando era un adolescente estudiante de secundaria. Sobreviví a los insultos, a las inseguridades, al temor, al rechazo y a un régimen político que está diseñado para llevarme a mi aniquilación. Sobreviví a la vergüenza que sentía cuando a mis padres les decían que no tenían un hijo normal. ¿Cuántas vidas preciosas y singulares se han perdido por esa espantosa regla de la normalidad? Sobreviví a mi ascenso y gloria, a mi derrota y caída en la Facultad que un día fue mi refugio, y que hoy es un recuerdo amargo y dulce de lo que pudo haber sido y de lo que no es más. 

¿Cuántas vidas preciosas y singulares se han perdido por esa espantosa regla de la normalidad?

Sigo respirando después del desamor, la desilusión y con un agrietado corazón. A veces, en su mirada yo percibía hastió, preocupación, enojo y tristeza. De esa manera entendí que cada uno carga con algo siempre doloroso, pero que eso doloroso no tiene que definir la vida de alguien. Así un día pude identificar mi necesidad de buscar protección, cariño, cuidado y ternura. Hablé de mi búsqueda y obsesión por el poder sobre los hombres grandes y el dominio de los grandes hombres. En un intento de resguardarme de la miseria que hay en el mundo, la erótica de mi deseo es el poder. El poder de las flechas de Eros, el del encanto de las palabras, el de la belleza de la noche y el de la ilusión del amor. 

En su diván lloré por primera vez por H. G., el único de los hombres de los que estoy enamorado que no podría lastimarme, porque está muerto. Soy un viudo y cargo con el luto de amar a alguien que murió antes de que yo naciera. Pero además, en su diván me reencontré con el negro profundo, con sus matices y sus intensidades, con la luz procedente de la oscuridad y el brillo secreto del abismo. Encontré pulsaciones inconscientes que me han hecho un pequeño creador de otras realidades. Con usted conocí a Delphine de Vigan y leí Nada se opone a la noche y Días sin hambre. De esta manera pude leer distinto la obra de Paul B. Preciado, Virginie Despentes y Michel Foucault, y comencé a comprender una posible interpretación sobre las ficciones políticas encarnadas, las operaciones de escritura y la creación subjetiva mediante las máquinas deseantes para la reinvención de uso de los afectos y la experimentación con los placeres. Hay algo en común entre usted, su diván, Guibert, de Vigan, Preciado, Despentes, Foucault y yo: la escritura como índice de mutación. Ese es mi nudo, mi plataforma y mis alas. 

Siempre la he visto como una mujer de belleza encantadora e inteligencia sublime. La forma en la que escribe, en la que enseña y en la que se presenta ante el mundo me enamoró. Confieso que he sentido celos de verla con otros, de dar muestras de aprecio a gente que me resulta vomitiva y asquerosa. Cuando usted me ha mirado y escuchado he sentido que existo, eso debe ser la transferencia. De eso aprendí que aunque alguien pueda apreciar, querer y amar a muchas personas, no quiere decir que a mí me van a dejar de querer, porque cada cariño es único, particular y especial. 

Me acuerdo de la última ocasión que me levanté de su diván, que salí por la puerta de su consultorio, que escuché su voz y me despedí de usted. No pensaba en ese instante que pasaría tanto tiempo sin encontrarnos nuevamente, sin vernos y que tal vez ese era el final. Así aprendí sobre la irrupción de lo imprevisto. Los finales inesperados, eso también debe ser parte la vida

Usted es una psicoanalista leal a la teoría de Freud y de Lacan. Sus lecturas y estudios siempre son documentados, doctos y textualmente precisos. Pero mi travesía dependió de su infidelidad al canon teórico y de su creatividad en el ejercicio analítico. Es una psicoanalista discreta en sus aportaciones y respetuosa en la teoría. Pero también es una analista, por instantes efímeros y resplandecientes, disidente en la práctica. Fueron precisamente en esos pequeños destellos creativos de sus intervenciones subversivas donde ocurrió una transformación subjetiva, un momento de júbilo y una mutación deseante en mi cuerpo. 

De aquellos ríos turbios de lágrimas dolorosas emergieron las sirenas del placer que han hecho condescender mi goce al deseo. De esas prisiones, con la fuerza de ese deseo, las cadenas se volvieron un artefacto de impulso, defensa y lujuria. Aquel niño exhausto y temeroso se ha transformado en monstruo, en un mutante, en una criatura deseante que deambula entre los laberintos infinitos de las letras, los cuerpos y los sueños. En su diván escribí mi tesis y me volví escritor. Soy un operario de los discursos de la filosofía, la antropología, el campo transfeminista queer y el psicoanálisis. Tengo que decirle algo importante: Al deseo no le falta nada, el deseo se derrama y se materializa. Con usted aprendí valiosas enseñanzas y su acompañamiento fue crucial en mi experimentación con el deseo y la escritura, mi deseo de escribir y con las formas para escribir mi deseo. 

Aquel niño exhausto y temeroso se ha transformado en monstruo, en un mutante, en una criatura deseante que deambula entre los laberintos infinitos de las letras, los cuerpos y los sueños.

Así descubrí que soy la oscuridad del cosmos encerrada en una sensible prisión de carne deseante. Soy la luz fugaz de las estrellas y las melodías sombrías del universo. Soy el lector y el escritor de nuevas historias y lecciones de amor. Soy el resultado de flujos y cruces entre circuitos discursivos, moléculas y células, performatividades y ejercicios de reinvención aleatoria del poder. Soy la vitalidad del deseo de morir y la finitud contra la eternidad. Soy la mutación y el vaivén entre un cupido alado y un leathermen. Mi vida es el lazo entre memoria, deseo y candor. Soy una somateca sedienta de placer, una utopía corporizada demandante de cariño y un cyborg al que le gustan los abrazos. Soy el brillo secreto procedente del negro. 

Gracias

Roissy, 27 de diciembre de 1991

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