Los límites del humor son como las tallas de H&M: cada vez los hacen más pequeños y nos aprietan más. No sabemos si es que últimamente la gente es más sensible o tiene la piel más fina, pero quedan ya pocos humoristas que se salven del linchamiento público por hacer lo que saben hacer, que es humor. Ya sea con mejor o peor resultado o con mejores o peores chistes, apedrear al humorista no es la solución para que todos mejoremos como personas.
Pero ¿Es un linchamiento justificado? Trás el boom de los stand up en España a mediados de los 2000 , las reglas han cambiado. Tener mayor conciencia social ha hecho que el humor sea un arma de doble filo: puede usarse como una herramienta de visibilidad de las desigualdades, para plantar semilla y hacer crítica social o puede usarse como un simple chiste rápido. Y es ahí cuando puede ofender.
Hacer humor es complicado. Hacer humor bien, más aún, y mantenarse a la altura de las circunstancias no siempre es sencillo. Algunos humoristas han abierto sus miras adentrándose en el mundo de la interpetación, escribiendo guiones e incluso dirigiendo, como Berto Romero (aunque hay ciertas cosas que nos cuenta regular), los chanantes o los actores de Vaya Semanita, programa donde, recordemos, se hacían chistes sobre el conflicto vasco.

Un chiste no te hace ser mejor, ni peor. Hacer o reírte con un chiste machista no te resta empatía hacia la causa feminista, más bien puede ayudar a llevar al rídiculo extremo muchos comportamientos misóginos señalándolos con el dedo. El racismo no existe por culpa de los chistes racistas, pero estos segundos son una vía para dejar en evidencia una forma de ser errónea. Un chiste no insulta de manera gratuita a colectivos desfavorecidos, más bien ridiculiza la intención del opresor. Pero hay que saber medir las palabras y repensar los estereotipos.
Recientemente Netflix nos ha brindado la oportundiad de ver auténticas excelencias en el stand up comedy con conciencia social: Hanna Gadsby, Malena Pichot y Ali Wong (haciendo chistes sexuales embarazada y poniendo en entredicho algo tan sagrado en la sociedad como la maternidad) demuestran que se puede hacer bien. Muy, muy bien.

La comedia escuece y no pasa nada… nadie se ha muerto por rascarse.
No hace falta apretar los puñitos ni convertirnos en adalides del respeto al prójimo y que se nos llene el pecho de una dignidad absurda (que, admitámoslo, en casi todos los casos es mentira)… solo aprendamos a separar humor de humorista, relajémonos, quitémosle la metralla a la escopeta y riámonos de lo que nos salga del toto. Pero seamos conscientes de la importancia que las pequeñas luchas diarias tienen en el cambio de la sociedad y en su toma de consciencia.
Y, admitámoslo, la vida sería un coñazo si siempre fueran dos y se cayera el de enmedio.
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