Vivo en fotos, es una de mis obsesiones. Hace unos años la editorial Lumen publicó una edición de los Cuentos Completos de Flannery O ́Connor, la imagen de la portada me acompaña desde entonces con una insistencia particular.
Me detengo mucho tiempo contemplando el rostro y la piel pálida de la niña porque nunca he sabido si pertenece a este mundo, o está del otro lado y es un fantasma; ese dedo en los labios que habla de silencios y de secretos, o de algo aún más profundo en lo que quizá no deberíamos indagar demasiado porque es seguro que no saldremos sin rasguños de la exploración.

Entre todas las cosas que he aprendido leyendo la obra de Edurne Portela en los últimos meses, la más importante es que mirar hacia otro lado nunca es una posibilidad, la equidistancia es imposible, y ahí
reside la fortuna de encontrarse con las novelas, ensayos y artículos de Edurne. Estuve en un pueblo del norte de Navarra leyendo, más bien devorando, la última novela que ha publicado: Formas de estar lejos (Galaxia Gutemberg, 2019). Alicia y Matty son los dos personajes
protagonistas: se conocen, se acercan, se quieren, conviven, se casan, viajan, crecen, se mudan, se alejan. Y es en ese alejamiento, en esas formas de estar lejos donde reside el inmenso potencial de la novela.
Nunca podremos situar el momento temporal y espacial exacto en el que empezamos a estar lejos, ni de quién estamos lejos, si es del otro, o de
nosotros mismos, de lo que esperábamos de nosotros, de lo que soñábamos sobre nuestra mejor versión. Esas formas de estar lejos que atraviesan y duelen tanto, como el no poder recordar el último día en el que dejamos de ser tan pequeños y vulnerables como para no necesitar que las manos de nuestras madres y padres nos protegieran mientras paseábamos por la calle.
Tengo muchas ganas de preguntar a Edurne por qué relata siempre de manera tan brillante y extraordinaria la violencia, los silencios y susurros que la acompañan. Esa violencia y esos silencios tan pegajosos que se van haciendo cada vez más presentes y ya no es posible escapar del dolor. Pienso mucho en que hay algo parecido a ese rasguño que te haces en el dedo al pasar de página, al principio el daño es imperceptible, según avanza el tiempo el daño está ahí gritándote desde su pequeño
rincón para que le prestes toda la atención.

El centro de la novela son Alicia, Matty y su trama amorosa, o de desamor. Aunque debo reconocer que a mí lo que más me ha interesado son las periferias del centro, los bordes que conforman esos otros relatos que pueblan la novela – Esos otros silencios y violencias pegajosas que estructuran la vida universitaria y extrauniversitaria estadounidense: la cultura de la violación en los campus de las Universidades, el clasismo que rezuman los círculos académicos, el racismo, o esa clase social baja de trabajadores blancos norteamericanos que forman multitud y a las que las políticas de identidad no han prestado la atención debida. Debido a la falta de atención entre otras causas se han convertido en monstruos fundamentalistas que no paran de aullar, negando derechos humanos fundamentales, quizá porque se quedaron en un desierto o en tierra de nadie – .
Comenzaba esta reseña hablando de Flannery O ́Connor y he sentido un eco profundo en la novela de Edurne Portela de esa espiral de violencia que habitaba en en los relatos y cuentos de O ́Connor, y ese sur de los Estados Unidos que hace tanto nos desvelara.
Hay que contar la violencia, hay que mirarla a la cara. Solo conociéndola y pensándola de manera tan lúcida como lo hace Edurne Portela, podremos deshacernos de ella y establecer otros mundos mejores, posibles, y sobre todo más cercanos. Otras conversaciones y diálogos se hacen cada vez necesarios para una vida buena, alejada del ruido del odio.
Lean la obra de Edurne Portela, les hará herida, se curarán. Lo mejor de todo es que nunca podrán mirar hacia otro lado.
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