La manía de estar muerto, de Alberto Sepúlveda

Mirando tanatorios en Google Maps me encontré con la siguiente reseña: «La cafetería, mal, se salvó la hamburguesa. El «wok» de «tallarines» con pollo, una broma, en la foto los «tallarines», una cosa crujiente que no sabes de que está hecho. Nos contestan que es cómo se sirven aquí, y les pedimos que avisen a los próximos para evitar decepciones. Las setas de los huevos rotos no saben a nada. El salchichón de los baratos de los años 50». Creo que de alguna manera representa un poco el rollo de las historias que componen La manía de estar muerto (2023) —publicado por La cadena trófica, junto a Eolas Ediciones y Menoslobos—, o que es algo que podría haber soltado cualquiera de los personajes que pululan por el libro, incluso el punto de partida de alguno de los relatos. Alberto Sepúlveda nos cuenta cómo la cotidianidad y la vida, cuando la muerte hace acto de presencia, se tornan aún más raras de lo que ya son; porque la vida, en especial la del ser humano, es un ente raro ya de por sí, y por ello la realidad se asemeja más a este costumbrismo weird de los cuentos de Alberto que al ingenuo realismo de quienes se consideran autores realistas. De hecho, la verosimilitud literaria nos hace olvidar que no es tan extraño que sucedan hechos como cruzarse con la bruja Lola cuando bajas a la farmacia comprar duphalac, morir en tu cocina preparando unos macarrones o tener al lado en el bar al asesino de la katana mientras tomas unas cañas para ver el Atleti-Almería.

Alberto Sepúlveda nos cuenta cómo la cotidianidad y la vida, cuando la muerte hace acto de presencia, se tornan aún más raras de lo que ya son; porque la vida, en especial la del ser humano, es un ente raro ya de por sí, y por ello la realidad se asemeja más a este costumbrismo weird de los cuentos de Alberto que al ingenuo realismo de quienes se consideran autores realistas.

Somos capaces de encontrarnos con situaciones gilipollescas muy por encima de nuestras posibilidades, ya sea conversando por teléfono o discutiendo por el precio de un disfraz de Pitufina en Wallapop. Y si a tales situaciones le sumamos un muerto, la gilipollez crece. No hay más que observar las diferentes reacciones y los comportamientos de los vivos ante el fallecimiento de X persona: desde quienes mantienen mejor el disgusto o la alegría, según el caso, a aquellos que exageran o se comportan sin decoro ante el trauma o la celebración de la marcha al otro barrio del finado. Alberto sabe muy bien que no queda otra que reírnos en alto para calmar el dolor de toda esta mierda, y por ello sus cuentos le convierten en el cronista de la absurdez del tanatorio. Son piezas que, a través de su alternancia de voces, de personajes de diferente índole y de modos narrativos, nos muestran lo inverosímil de la condición humana. Historias de un humor absurdo y negro, con un lenguaje cotidiano y que, además, debido a su grata brevedad, se leen y releen con agrado en cualquier sitio: en casa, en el metro, en el cementerio, en el váter o, como me sucedió a mí, en urgencias de un hospital, con un señor en silla de ruedas de fondo que se tiró un pedo enorme y luego se descojonó en alto, orgulloso de su hazaña.

Puedes hacerte con este libro en tu librería preferida o en la página de la editorial.

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