Sobre ficción, representación y clase social

Una parte muy importante de los estudios en comunicación que comenzaron a realizarse a partir de la segunda mitad del siglo pasado han tomado como eje vertebrador el papel que juegan los medios, y fundamentalmente la televisión, en los procesos de creación identitaria mediante la representación de relaciones sociales y patrones de comportamiento. Esta función de agente socializador queda reflejada en las consideraciones que diversos teóricos y periodistas reflejan en sus escritos, pudiendo observarse una clara evolución en la concepción que tienen del espectador, pasando este de una posición de vulnerabilidad frente al mensaje a ser considerado como un individuo más crítico, con capacidad de análisis y de filtrar y comprender la información y sus posibles implicaciones.

No obstante, en los últimos años parece estar revirtiéndose esta situación, pervirtiendo el significado del mensaje cuando este intenta alejarse del que hasta ahora había sido el discurso hegemónico. Ante el auge de un pensamiento crítico y preocupado por aquellas realidades que, vulneradas en la vida real, lo habían sido también mediante el relato establecido a través del discurso televisivo, la representación de colectivos tradicionalmente excluidos y el señalamiento de comportamientos que inciden en dicha exclusión, constituyéndose en muchas ocasiones como agresiones directas hacia estos, ha desembocado en una doble actitud frente al relato: todo intento por eliminar actitudes y comportamientos negativos que constituyen la base de la exclusión de toda identidad situada en los márgenes queda despectivamente englobado dentro de la denominada cultura de la cancelación, mientras que cualquier representación positiva de estas identidades responde a una supuesta agenda de intenciones siniestras.

Todo intento por eliminar comportamientos negativos, base de la exclusión de toda identidad en los márgenes queda despectivamente englobado dentro de la cultura de la cancelación, mientras que cualquier representación positiva responde a «una agenda de intenciones siniestras».

A finales de enero, las redes se llenaban de comentarios referentes al tercer episodio de The Last of Us (HBO, 2022-), centrado en la relación romántica entre dos personajes masculinos. Sin entrar en desvelar lo más mínimo sobre la trama del capítulo, de todo lo vertido en redes pueden extraerse varias conclusiones entre las que destaca, en primer lugar, cómo las nuevas formas de acceder al contenido audiovisual, no ligadas a un tiempo y una programación determinados, ha derivado en una carrera por querer ser el primero en contarlo; en detrimento del espacio compartido que suponía el encuentro semanal frente a la pantalla del televisor, la proliferación de plataformas ha fragmentado la experiencia compartida del visionado y, por tanto, a la audiencia. Y, por otra parte, la inclusión de identidades alejadas del centro de la normatividad ha contribuido a la aparición de comentarios y actitudes que, sintiendo amenazada la que hasta el momento ha sido una posición única de privilegio, intentan deslegitimizar toda representación alejada de ese púlpito, tanto a través de las opiniones vertidas en redes como mediante acciones masivas como pueda ser, por ejemplo, la votación negativa mediante el fenómeno conocido como review bombing o bombardeo de reseñas con la intención de perjudicar las ventas o la popularidad de un determinado producto cultural.

La frecuencia con la que ocurre esto últimamente, más allá de servir para ejemplificar la intensidad con la que ciertos colectivos se enfrentan a olas de odio reaccionario, da cuenta de la mayor representación de identidades disidentes, tanto en términos de género como de raza o de cuerpos no normativos, en el imaginario colectivo audiovisual, desde posturas alejadas de la burla y el desprecio y el inicio de un tratamiento más justo y ajustado a la realidad.

Pero, si bien puede observarse una mayor amplitud de miras a la hora de plantear el relato audiovisual en el ámbito de la ficción en relación a dichos colectivos, resulta indispensable señalar la necesidad de ahondar en las representaciones de clase, atendiendo a los distintos factores económicos y sociales que, de forma transversal, se relacionan con todas estas realidades desde un punto de vista interseccional.

Constructos sociales fuertemente instaurados en el imaginario colectivo como la meritocracia o la cultura del esfuerzo requieren de la aplicación de una nueva óptica en términos de representación mediante la que comenzar a deconstruirlos de forma analítica para comprender si tienen sentido en la actualidad, tal y como se construye una sociedad en la que no solo se hereda la riqueza sino, sobre todo y muy especialmente, la pobreza, junto con la pérdida del sentido de pertenencia de clase, promovida intencionadamente por las dinámicas del mercado. Y en este sentido, resulta especialmente interesante analizar cómo queda representada en el audiovisual actual la clase trabajadora.

El pasado año se estrenaron dos series en sendas plataformas centradas en la representación de las dinámicas laborales en dos contextos muy diferenciados: por un lado, el de las grandes corporaciones en un relato enmarcado en el género de la ciencia ficción con Severance (Apple TV+, 2022-) y, por otro, el de los negocios de ámbito familiar con The Bear (FX on Hulu, 2022-). Renovadas ambas para una segunda temporada, mientras que la primera podría considerarse una especie de thriller de oficina futurista en la que el individuo llega a la mayor alienación como persona trabajadora, separada de todo contacto con la realidad y absorbida por el ámbito empresarial en absurdas dinámicas diseñadas para maximizar la consecución de objetivos sin una finalidad definida más allá del cumplimiento de los mismos, la segunda se desarrolla en el ámbito de la restauración, con un chef que deja la alta cocina para hacerse cargo del negocio familiar tras el suicidio de su hermano, teniendo que hacer frente a una serie de problemas para los que, de forma magistralmente desarrollada a lo largo de sus ocho episodios, la única solución posible es el dinero, que se constituye como el deus ex machina capaz de solventar la trama, pero sin incurrir en ningún tipo de incoherencia.

La separación de la dicotomía vida y trabajo como conceptos antagónicos, así como la representación de situaciones de estrés laboral y frustración ante un sistema que no permite avanzar en la escala social a las personas pertenecientes a los estratos más humildes, constituyen el eje fundamental sobre el que se desarrollan las tramas en estas dos series, que ejemplifican la necesidad de aproximarse desde el relato ficcional a una realidad que, cada vez más, atañe a toda sociedad capitalista. Pero, además de la representación y de las voces narrativas, resulta imprescindible incorporar en el colectivo autoral a personas pertenecientes a esas clases e identidades representadas en las producciones audiovisuales. Porque del mismo modo que todos damos por supuesta la necesidad de contar con voces femeninas que narren historias de mujeres desde la primera persona o de personas racializadas que asuman las riendas de un relato contado siempre desde una perspectiva colonialista, la representación de clase debe realizarse desde esa clase, evitando de esta forma paternalismos y tremendismos, contribuyendo a conseguir una mayor fidelidad con la realidad en las historias.

¿Quién no recuerda la representación de una juventud precaria ubicada en escenarios que evocan pisos inasumibles para la juventud real, en el centro de ciudades dominadas por la especulación inmobiliaria y la falta de oportunidades laborales?

Al igual que resulta indiscutible las diferencias de representación en términos raciales de dos producciones tan recientes como son Moonlight (Barry Jenkins, 2016) y Green Book (Peter Farrelly, 2018), sin una sola persona racializada en los equipos de dirección y guion de la segunda, si bien como espectador he disfrutado de ambas, la ausencia de miembros de la clase trabajadora en los equipos encargados de elaborar las ficciones audiovisuales genera una serie de incongruencias de las que todos hemos sido testigos. ¿Quién no recuerda la representación de una juventud precaria ubicada en escenarios que evocan pisos inasumibles para la juventud real, en el centro de ciudades dominadas por la especulación inmobiliaria y la falta de oportunidades laborales? ¿Dónde queda la perspectiva de clase, el punto de vista real del colectivo representado?Problema que, lejos de ser exclusivo de España, trasciende las fronteras y puede observarse en distintas partes del globo, como ya escribía el periodista James Tapper a finales del año pasado en la edición digital de The Guardian refiriéndose a la situación de Reino Unido, la problemática aquí es más compleja que en cuestiones relativas a la raza o al género. Porque, por una parte, nos encontramos ante un problema de accesibilidad: esa experiencia fragmentada en el visionado fomentada por la distribución, en términos transnacionales, a través de las distintas plataformas, va unida a implícitamente a la necesidad de realizar un desembolso económico para acceder (de forma legal) al contenido que no se contemplaba hace unos años, cuando a la ficción seriada se accedía fundamentalmente a través de los canales de televisión en abierto. De esta forma, pertenecer a una determinada clase social condiciona el acceso a los productos audiovisuales y, por otra parte, el acceso a la formación especializada, con cursos y másteres realizados en escuelas de cine con matrículas de varios miles de euros, y a posiciones profesionales que permitan desarrollar historias representativas de una clase trabajadora que actúe como autora de su propio relato se configura como un reto en muchos casos inasequible, resultando necesaria una subversión del modelo de producción y distribución, comenzando desde una posición crítica en la recepción de los distintos productos culturales. Desde la posición de Helly R. en su incorporación al equipo de Lumon Industries en Severance, inconsciente y recién aterrizada en la mesa de la sala de reuniones, el cambio pasa por la autoconsciencia del espectador como miembro de la clase trabajadora y en la reivindicación de la misma.

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