Ojos que no ven. Sobre la importancia de la representación y cómo no es oro todo lo que reluce

Es habitual, cada vez que se acerca el Día Internacional del Orgullo LGTBIQ+, encontrar comentarios en foros, redes sociales y diversos medios de comunicación relativos a la ausencia de una festividad que celebre explícitamente la heterosexualidad normativa. Año tras año, las polémicas derivadas de la colocación de banderas se suceden y el debate se centra en confrontar la reivindicación con una supuesta falta de necesidad de la misma (fruto de los logros alcanzados), mientras las grandes marcas se tiñen de color arcoíris a pesar de las actitudes que muchas de ellas mantienen durante el resto del año.

Al igual que cada 8 de marzo se escucha la necesidad de celebrar un día dedicado al hombre (festividad que, desde 1992 y auspiciada por el Centro de Estudios Masculinos de la Universidad de Missouri – Kansas City, se conmemora el 19 de noviembre), la reivindicación de un orgullo heterosexual obvia intencionadamente la situación de privilegio que ostenta en la sociedad occidental actual el varón blanco cisheterosexual. Ya en mayo de 2020, el asesinato de George Floyd sirvió para reactivar el movimiento Black Lives Matter, iniciado tras la absolución en 2013 de George Zimmerman por la muerte del adolescente Trayvon Martin. Este hecho, que volvió a manifestar la desigualdad de trato derivada del color de la piel, propició la aparición de un gran número de ficciones audiovisuales en el contexto de producción estadounidense centradas en este problema social, poniendo en valor las declaraciones que un año antes había realizado el director, guionista y actor Jordan Peele relativas a su intención de no elegir protagonistas blancos para sus películas. Polémicas en su momento, las palabras de Peele manifiestan la necesidad de equiparar, en el contexto de la narrativa audiovisual, a colectivos infrarrepresentados o colectivizados desde un punto de vista despectivo, convirtiéndolos en los antagonistas y/o los bufones del relato.

Al igual que cada 8 de marzo se escucha la necesidad de celebrar un día dedicado al hombre (festividad auspiciada por el Centro de Estudios Masculinos de la Universidad de Missouri – Kansas City, se conmemora el 19 de noviembre), la reivindicación de un orgullo heterosexual obvia«

El vídeo de la pequeña niña brasileña con gafas que se emociona al encontrar su parecido con la protagonista de Encanto (Jared Bush, Byron Howard y Charise Castro Smith, 2021) explicita, por un lado, la falta de representación de ciertos colectivos y, por otro, la necesidad de que dicha representación exista. Del mismo modo, la reivindicación de un orgullo heterosexual obvia el incremento de los delitos de odio sufrido por las personas que se alejan del centro heteronormativo, así como la falta de representación que el colectivo LGTBIQ+ ha tenido tradicionalmente en los medios. La dificultad para encontrar identidades no normativas en las producciones mainstream derivó en la necesidad de realizar una lectura queer de las mismas, deconstruyendo de esta forma relatos aparentemente tradicionales y reinterpretando los mismos subtextualmente, convirtiéndose el espectador, utilizando la terminología de Henry Jenkins, en cazador furtivo de significados.

Los avances sociales y la aparición explícita de personajes con identidades no normativas desembocó, con el paso de los años, en un reposicionamiento del espectador queer, que pudo encontrarse en el relato sin necesidad de una reinterpretación subtextual; pero, al mismo tiempo, la representación de la identidad queer (principalmente homosexual) se convirtió en una amenaza implícita a la heterosexualidad dominante. Esta afirmación queda perfectamente ejemplificada al contrastar las reacciones ante dos situaciones aparentemente idénticas en los contenidos dirigidos a un público infantil: la gran cantidad de escenas, secuencias y producciones enteras centradas en la representación del amor heterosexual son asumidas por el público generalista (en el contexto occidental) como lo más natural del mundo, mientras que una muestra de afecto no normativa es puesta en entredicho instantáneamente y calificada como adoctrinamiento.

Es por ello por lo que, cuando aparece una producción que, sin incidir en aspectos negativos, muestra relaciones de amor y amistad entre personajes queer, su recepción por parte de la comunidad suele ser unánime y positiva. Heartstopper (Netflix, 2022-), adaptación de la serie de novelas gráficas de Alice Oseman que nacieron como webcómic en 2016, se estrenó en abril de este año e inmediatamente llenó las redes de comentarios positivos cargados de optimismo en los que, principalmente varones homosexuales, destacaba una emoción encontrada: mientras que se celebraba la frescura de los personajes y la forma en la que desde la serie se representan unas relaciones que no dejan lugar a la toxicidad, para quienes vivieron su adolescencia durante las décadas de los ochenta y los noventa parecía quedar como un poso la sensación agridulce de no haber podido experimentar lo mismo que los protagonistas al tener su edad ni haber contado en su preadolescencia con referentes así en televisión. Y es que Hearstopper, accediendo a la plataforma desde España, es una serie calificada como apta para mayores de doce años.

Hasta aquí, todo parece indicar la existencia de un mayor grado de aperturismo hacia la representación de identidades no normativas y una sensación generalizada de optimismo hacia la situación de las nuevas generaciones. Pero (tal vez porque el que suscribe estas líneas dedicó año y medio a una tesis centrada precisamente en temas de representación, recepción y censura de identidades queer en la programación televisiva dirigida a la infancia y la adolescencia) resulta necesario destacar una serie de matices que sirven, al menos, para observar con cierta distancia el fenómeno Heartstopper y su repercusión.

Podemos coincidir en que llenar horas de prime time de la parrilla televisiva de la cadena pública durante doce martes consecutivos con un reality en el que, al más puro estilo de los noventa, una broma homófoba se convertía en recurrente, no se anula con una tibia disculpa de unos pocos minutos emitida una mañana de domingo. La repercusión de ambos mensajes, independientemente de la naturaleza del segundo, no es en absoluto equiparable. Asimismo, a la hora de analizar lo que Heartstopper significa como producto cultural, es necesario tener en cuenta una serie de detalles.

Apta a partir de los doce años (y sin entrar en interpretaciones sobre esa cualidad de apto y la generalización con la que se colectiviza tanto a la infancia como a la adolescencia en función de la edad sin tener en cuenta el contexto de cada individuo) significa, en principio, el acceso para el preadolescente a un contenido que representa la diversidad de forma positiva. El carácter transnacional de Netflix como plataforma parece, del mismo modo, ampliar el alcance de la serie, convirtiéndola en fenómeno global. Pero es aquí donde aparece el primer problema: ¿cómo se compone el catálogo de Netflix? En 2020 publiqué un artículo en el número 21 de Fonseca, Journal of Communication, monográfico dedicado a los jóvenes protagonistas de la ficción televisiva, en el que profundicé más sobre esta cuestión; pero, en el contexto de estas líneas, basta con destacar dos características: por un lado, la homogeneización de sus contenidos originales tanto en el aspecto técnico como en lo que a representación se refiere y, por otro, la duplicidad entre la naturaleza transnacional de la plataforma y la necesidad de adaptarse a los distintos territorios en los que desarrolla su negocio. Es decir, que mientras que en el contexto europeo se desarrollan producciones que se ajustan a los cánones norteamericanos, el contenido accesible desde otros territorios es distinto. ¿Tiene el mismo acceso, por tanto, el usuario que accede a la plataforma desde España que el que lo hace desde India o Turquía?

La respuesta negativa a esa pregunta crea un primer sesgo que diferencia al preadolescente dependiendo de su nacionalidad. Y, si bien esta primera distinción parece obvia, existen condicionantes que diferencian a telespectadores de un mismo territorio. Centrándonos en España, el optimismo expresado en redes relativo a la fortuna de los más jóvenes por poder contar con una programación de ficción que muestre la realidad de la diversidad puede quedar empañado al rascar un poco sobre la superficie y comprobar ciertas características de la plataforma de streaming que hacen que no podamos comparar el visionado de sus producciones con el de la ficción televisiva tradicional. En primer lugar, como se hacían eco diversos medios a comienzos del año pasado, el número de suscriptores en España superó por primera vez los cuatro millones en enero de 2021. A diferencia de la programación en las cadenas generalistas (bien sean de cobertura nacional, autonómica o local), el acceso a Netflix requiere de un desembolso económico. Preadolescentes y adolescentes de familias de bajos ingresos carecen por tanto de la posibilidad de visionar dichos contenidos. Y el porcentaje de usuarios con respecto a la población total es muy inferior al de los telespectadores de la televisión tradicional.

Existiendo ficciones con representación de la diversidad que sí se emiten en abierto (como es el caso de HIT (TVE, 2020-), dirigida a mayores de dieciséis años), la característica diferenciadora del éxito de Heartstopper en redes sociales es su habilidad para despertar nostalgia hacia algo que no se ha tenido. La serie apela al espectador nacido en los ochenta y principios de los noventa a una inocencia no disfrutada y a la posibilidad de vivir un romance de instituto en un contexto seguro. Pero el espectador treintañero parece olvidar que el contexto de emisión de la serie en una plataforma de pago implica que, más allá de que una familia se lo pueda permitir o no, Netflix como producto depende del progenitor. Para tener acceso a Heartstopper, el individuo preadolescente necesita el beneplácito de su tutor legal, necesita que se le proporcione acceso, pues resulta obvio que no es el cliente directo de la plataforma, que tiene la capacidad, además, de registrar aquello que se visiona.

¿Tiene el mismo acceso, por tanto, el usuario que accede a la plataforma desde España que el que lo hace desde India o Turquía?

El contexto familiar se constituye, por tanto, como una barrera más a la hora de conocer la historia de amor entre Nick y Charlie, protagonistas de Heartstopper. A diferencia de la época en la que éramos adolescentes y cambiábamos de canal con el mando a distancia (y muchos de nosotros levantándonos hasta el televisor porque todavía no teníamos aparatos tan modernos que pudiesen cambiarse desde la comodidad del sofá), el control sobre el menor puede ser ahora mayor, bloqueando el acceso a ciertos contenidos y llevando un control sobre su historial de visionados.

Juega aquí un papel muy importante la diferenciación entre los ámbitos público y privado, que enlaza con la concepción heteronormativa desde la cual la representación de la identidad queer es considerada una amenaza. Ya en la década de los noventa, los contenidos de ficción animada emitidos en las televisiones generalistas en España (así como en un contexto europeo más amplio) fueron sistemáticamente censurados para evitar mostrar cualquier referencia a identidades no normativas (pueden encontrarse varios ejemplos en el videoensayo que publiqué en el número 4 de Tecmerin. Revista de ensayos audiovisuales). De esta forma, las producciones de animación japonesa a las que tuvo acceso el público infantil durante esos años estaban plagadas de incongruencias y situaciones extrañas cuyo único objetivo era preservar a la audiencia de un tipo de representación considerado dañino. En cambio, durante esos mismos años, los cómics en los que dichas series estaban basadas sí que se publicaron, en su mayor parte, tal y como habían sido concebidos por sus respectivos autores. La televisión, como medio de comunicación de carácter generalista, quedaba enmarcada por tanto dentro del ámbito público, llegando a la vez a todos los hogares y difundiendo su contenido de forma inmediata a nivel comunitario. Al contrario, el cómic requería en primer lugar de un desembolso y su consumo se producía en el ámbito privado. El intercambio económico posicionaba al progenitor en un lugar de mayor control: no es la televisión la que muestra conductas supuestamente perjudiciales al telespectador infantil o adolescente, sino que es el tutor del mismo el que considera si el cómic, como producto cultural, es o no apto. La responsabilidad no es ya social sino individual.

Del mismo modo, con Netflix ocurre lo mismo. El individuo de doce años no enciende el televisor y se encuentra con Nick y Charlie, sino que le han tenido que proporcionar acceso de forma explícita. Y, además, volviendo a la cuestión económica desarrollada en los últimos párrafos, hay que tener en cuenta quién es el verdadero cliente al que Netflix está vendiendo Heartstopper, ¿el adolescente actual o el que lo fue durante los ochenta y los noventa y puede permitirse la suscripción, además de llenar las redes de comentarios positivos sobre la serie?

¿El adolescente actual o el que lo fue durante los ochenta y los noventa y puede permitirse la suscripción, además de llenar las redes de comentarios positivos sobre la serie?

Porque Netflix es un negocio. Y mientras se permite mostrar la diversidad de forma amable en Hearstopper o explotar la sexualidad en otras tantas series de instituto dirigidas a un público más adulto, hay otras producciones en las que se empeña en volver a hacer necesaria esa relectura queer que años atrás servía para encontrar subtextualmente personajes y situaciones con los que poder sentir identificación. Es el caso de Stranger Things (Netflix, 2016-) que, si bien no ha finalizado y puede acabar subsanando la situación explicitándolo, juega a dejar pistas sobre la identidad del personaje interpretado por Noah Schnapp a través de gestos, miradas, comentarios de otros personajes o referencias menos obvias como la del trabajo de clase que prepara al inicio de la cuarta temporada y que, a pesar de no expresarse verbalmente, se muestra a través de la cartulina que lleva por los pasillos del instituto: para el trabajo, consistente en una exposición sobre un personaje histórico, Will elige a Alan Turing.

Mientras que el eje central sobre el que se estructura la trama en Heartstopper es el de las relaciones de un grupo de amigos de identidades queer ya en su concepción original como webcómic, el éxito a nivel internacional de Stranger Things, basado en la nostalgia ochentera, condiciona el desarrollo de las tramas. De esta forma, la introducción de un personaje explícitamente queer reduciría el territorio de distribución de la serie, resultando por tanto problemática la identidad no normativa en términos de negocio. Y es esa misma búsqueda del beneficio la que reposiciona a Heartstopper desde una óptica empresarial como producto nostálgico dirigido al adolescente de hace décadas, que no pudo disfrutar en su momento de este tipo de relatos. Privado de representaciones no normativas, el individuo adolescente de los ochenta y los noventa construyó su identidad social en un contexto en el que extrapoló la ocultación de la realidad queer en los medios a la vida real. De esta forma, unos «ojos que no ven» no implican ausencia de sufrimiento, sino todo lo contrario; porque, volviendo a utilizar los principios de la llamada sabiduría popular, no nombrar algo implica su no existencia. Por tanto, la no representación de identidades no normativas se constituye como un hándicap para el individuo queer en un periodo de su vida, el final de la infancia y la adolescencia, en el que resulta especialmente crucial contar con modelos arquetípicos con los que identificarse.

Además, volviendo a la analogía con las horas semanales dedicadas a la broma homófoba en la televisión pública y la tibia disculpa de unos minutos, a diferencia de una producción seriada emitida en la televisión tradicional, Netflix se caracteriza por el atracón del denominado binge watching. La experiencia compartida (esfera pública) del visionado siguiendo la cadencia semanal y comentando cada episodio mientras se elaboran teorías sobre hacia dónde avanzará la trama es sustituida por maratones individuales (esfera privada) dejando al (hipotético) espectador de doce años ante un grupo de pares con el que, posiblemente, no pueda comentar el visionado en un contexto de experiencia compartida.Que hemos avanzado en términos de representación es algo evidente, pero también lo es el avance de las agresiones y los delitos de odio. Y, si bien Heartstopper se constituye como un más que digno producto cultural lleno de virtudes y como una herramienta muy útil para compensar tanto la infrarrepresentación como la representación negativa de las identidades no normativas, es imprescindible tener en cuenta el entramado de intereses económicos que mueve a todo producto cultural desde el momento en el que entra al circuito de distribución. La necesidad de reivindicar espacios seguros implica también la necesidad de un acceso universal a una educación inclusiva y a un catálogo de productos culturales accesible para que, independientemente de la nacionalidad, los recursos económicos o la ideología de los tutores legales, cada individuo pueda sentir, desde la infancia, que no es excluido del conjunto de la sociedad por su sexo, el color de su piel o su identidad.

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