La compasión de Hervé Guibert

¿Para qué sirve escribir? ¿Cuál es el uso que puede tener una narrativa? ¿Cómo usar la escritura como técnica de la vida eterna y método de evasión del temor a la muerte? 

El protocolo compasivo es la continuación de Al amigo que no me salvó la vida de Hervé Guibert. Si en el primer libro encontramos la angustia, la virulencia y la historia de los tiempos de la incubación del sida, cuando su diagnostico era un pronóstico de devastación letal, en el segundo libro se percibe un aroma de desesperada esperanza donde la escritura se vuelve un antídoto contra el proceder de la muerte y un intento de registrar el tiempo de la vitalidad restante en un cuerpo que se ofrece a la disección del deseo y el proceso de preservación, mediante el disecado de las letras, de un alma dedicada al oficio más bello del mundo, escribir. 

En la narrativa, Hervé nos cuenta que ante las restricciones sanitarias y burocráticas que le impiden entrar en los nuevos protocolos de tratamiento, sus amistades, fieles, compasivas y comprometidas, se movilizan en torno a su desesperación y le entregan una bolsa de plástico repleta de DDI, perteneciente previamente a un bailarín que había muerto recientemente. Este fármaco produce un efecto de revitalización en el cuerpo de Guibert, no sin momentos de recaídas en angustias, ansiedades y temores, que le permiten volver a escribir. El resultado no es únicamente un nuevo libro, sino además otros proyectos escriturales y una filmación que registrarán sus últimos días de existencia en nuestro mundo. Estamos entonces ante el testimonio, recreado tanto en ficción novelada, como en retrato visual, de la presencia invisible de un sujeto con una belleza brutal y una alegría sombría que, luego de una vida escribiendo sobre su propia muerte, se enfrenta hoy a la curiosa esperanza de un amor extraordinario por la vida. 

Estamos entonces ante el testimonio, recreado tanto en ficción novelada, como en retrato visual, de la presencia invisible de un sujeto con una belleza brutal y una alegría sombría que, luego de una vida escribiendo sobre su propia muerte.

El joven cuerpo de Hervé se ha descarnado, ha mutado y se ha vuelto el de un anciano, con una decrepitud innegable. No se deja de lado con cierta ironía de que luego de haber sido un bellísimo ángel de risos dorados y mirada cautivadora, de pronto, en lo que hubiera sido la más brillante flor de su juventud y su vida, se halla transformado anticipadamente en ser envejecido por los embates y cataclismos del colapso orgánico de su propio cuerpo. De pronto, las verdaderas cosas importantes de la vida, al estar al borde de la posibilidad de morir, se vuelven un tópico de trascendencia y dulzura en una carne que se consuma y consumé a si misma en un intento de continuar en los reflejos y las luces de una historia singular. 

El desfile de personajes en la novela es un reencuentro con todos los modelos que preceden, protagonizan y han sido los elementos vertebradores de las historias reunidas en el conjunto de la obra de Guibert. Tropezamos con Vincent y David, pasando por Suzanne y Louise, Gustave o Berthe, e incluso Stéphane y el emblemático Muzil, que desfilan en una pasarela fantasmal que retrata las huellas de los espectros que se resisten a ser evaporados por el sublime e inevitable transcurrir del tiempo y el olvido. En las escenas médicas de las exploraciones clínicas, las tomas de muestras de sangre y el seguimiento de los tratamientos, al Doctor Chandi se añade una joven médica de veintiocho años llamada Claudette Dumouchel, con la que Hervé establecerá una relación transferencial particular, teñida por esos cándidos sentimientos del enamoramiento. Cada relación, cada vinculo, con sus curiosidades, intersecciones y dramas, tienen su belleza, sus momentos, sus despliegues en las páginas de las brotan palabras de una ternura conmovedora.

El tratamiento con DDI, los antidepresivos y algunos paliativos para aliviar el sufrimiento, son coronados con un viaje novelesco a Casablanca para ver a un curandero. Podemos leer su experiencia de un viaje que había perdido su razón de ser, pero que sin duda conservaba el motivo fiel de la esperanza en una tierra de adversidades. Ese viaje no era una mera distracción o un sedante ante la falta de opciones, sino que representaba la esperanza de seguir vivo, del mismo modo que la escritura, el milagro, era el proyecto de una vida que rehusaba a extinguirse. Es la lucha por sobrevivir, es la batalla por continuar, es el intento de permanecer resplandeciendo en el anochecer incierto del destino.   

 Hervé logra domeñar el miedo y el agotamiento y vuelve a escribir: “Cuando escribo es cuando estoy más vivo. Las palabras son hermosas, son acertadas, son victoriosas”. Sus anhelos son cumplidos cuando le llega el éxito luego de la publicación de Al amigo que no me salvó la vida. De pronto, todos sus libros son leídos y su obra es iluminada de una forma inesperada. Ante las dialécticas y las contracciones de la vida, sus escritos ahora resurgen con un atemperado reconocimiento de un trabajo en ciertes y llegado a su tiempo oportuno. El estupor glaciar de sus libros proviene de que fue un extraordinario escritor, guapo, joven y talentoso, hasta la muerte.Pero yo soñaba despierto: sabía ya que todos los años, decenas de curiosos, enamorados, muchachas, exégetas alambicados y puntillosos harían el peregrinaje a la isla de Elba para recogerse ante mi tumba vacía.”  

Pero yo soñaba despierto: sabía ya que todos los años, decenas de curiosos, enamorados, muchachas, exégetas alambicados y puntillosos harían el peregrinaje a la isla de Elba para recogerse ante mi tumba vacía.”  

El libro fue concluido el 13 de agosto de 1990, con una clara mejoría en su estado de salud, y con el inicio de su primera película. Le quedaba poco más de un año de vida. En su libro hay una enseñanza testimonial sobre la esperanza, la maldad, el abatimiento, el desencanto, la enfermedad, la mortalidad, la soledad y los instantes de la vida misma que no dejan de ser una apuesta azarosa. Sus frases, por más despiadadas que sean, no dejan de ser bondadosas, porque son los aullidos de un perro a la muerte, las alas de un ángel que se lanza desde el abismo con el profundo arrullo de la ternura, el afecto y la evanescente felicidad del frío invernal, y esa es la infinita misericordia y compasión de Hervé Guibert.  

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