En defensa de una vida falsa

Nacido en el año 86, me he comido, como vosotros, unas cuantas distopías, tanto en papel como en imágenes, sobre la lucha de la humanidad frente al poder. Ya sabéis, Matrix, Un mundo feliz, 1984…, relatos en los que un humano, EL HUMANO, a modo de iluminado de La Caverna de Platón, sale de la cueva, de la opresión, para descubrir la verdad y dar la turra a todos los que siguen ahí metidos viendo Telecinco en su pantalla plana o haciendo scroll hasta el inframundo en su Instagram.

Además, a esta lucha por la verdad y contra el poder, se ha unido en las últimas décadas la tecnología, los robots, en definitiva, la técnica al servicio del mal. Y esta capacidad que tenemos los humanos de producir máquinas –que es consustancial al ser humano ya que somos una especie «que crea cosas» y a través de esa creación evolucionamos y pudimos crear civilizaciones–, tiene el lado oscuro del no poder controlar ni entender en última instancia nuestra creación. Como doctores Frankestein perseguidos por su avidez de conocimiento. Y ese miedo, esa pulsión hacia lo desconocido, también guio a los mecanoclastas y luditas del siglo XIX, con su Capitán Swing a la cabeza, a romper los telares que les quitaban el pan de la boca. Lo decía bien clarito Samuel Butler en Destruyamos las máquinas:

«Llegará el día en el que las máquinas tomarán el mando efectivo sobre el mundo y sus habitantes. Mi opinión es que debemos proclamarle de inmediato la guerra a muerte. Toda máquina de cualquier tipo debe ser destruida por aquellos que deseen el bienestar de su especie».

«Llegará el día en el que las máquinas tomarán el mando efectivo sobre el mundo y sus habitantes. Mi opinión es que debemos proclamarle de inmediato la guerra a muerte. Toda máquina de cualquier tipo debe ser destruida por aquellos que deseen el bienestar de su especie».

En esta época hiperconectada, digital, distanciada y vacía, este miedo no va a menos. De hecho, ahora que todo es falso, producido, queda más patente que nunca ese deseo de verdad y ese miedo por no poder entender lo que la tecnología esconde. Una verdad de bosque, de Walden, de neorruralismo idealizado sesgado por el agobio de sufrir una pandemia en un piso de 50 metros.

Y, ahora que buscamos esa verdad, que buscamos huir de las redes sociales que nos generan ansiedad (pero que seguimos usando), que somos datos en una sopa de BIG DATA, aparece el libro El mundo feliz; Una apología de la vida falsa, escrito por Luisgé Martín y publicado por Anagrama. Bueno, en realidad apareció en 2019, pero qué.

En este libro Luisgé nos propone plantearnos una pregunta, solo una: «¿Es posible la felicidad?» y esa pregunta le sirve de ariete para derribar las paredes de los mitos nacidos después de la muerte de Dios que intentaron ocupar su sitio como Libertad, igualdad, fraternidad, solidaridad, humanidad, bondad…pero no, y que solo hicieron que la vida fuera, como dice el autor repetidas veces en el libro, «un sumidero de mierda, un acto ridículo o absurdo».

En realidad, Luisgé Martín nos abre los ojos a todos los enamorados humanistas que buscamos lo auténtico, lo real, el Aura de Benjamin, porque, como decía Ortega en su Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía: «el afán de ahorrar esfuerzos es lo que inspira a la técnica». Porque, por mucho que todos queramos leer más y dejar de consumir tantas horas de plataformas de streaming, ir más en bici y usar menos el coche, conocer los pueblos o las montañas de nuestro entorno, al final, lo real es pasar muchas horas en nuestros smartphones, viendo un zumo azucarado del mundo creado por empresas y algoritmos (¿no es lo mismo?) y no el mundo en sí. Porque es más fácil. Porque somos vagos y cómodos por naturaleza. La técnica, la tecnología y hoy en día internet, nos embriagan para, en definitiva, ser felices. Y sí, nos engañan, con malas artes y usando técnicas de persuasión, sí, pero a cambio de una felicidad cómoda y, con los previsibles avances de la neurociencia y la realidad virtual, esta felicidad puede llegar a ser completa.

Con muchas referencias a Matrix y Un mundo feliz, pero también a Adorno, Hobbes, Locke, Dostoievski, Ridley Scott y su Blade Runner, este libro está cargado de referencias pop, de alta y baja cultura, pero siempre integradas, necesarias, no es un catálogo de Miracuántosé, sino que estas referencias acompañan al lector y lo alimentan, son necesarias y heterogéneas. Es un libro libre, digamos, porque Martín lo ha escrito con esa idea. Y así lo he sentido yo, al menos.

Lo que plantea Martín es que nos dejemos de cuentos, básicamente, y aceptemos la realidad que nos ofrece una tecnología que puede hacernos felices. Engañados, sí, pero felices. Pero no menos engañados que lo que ha estado la humanidad, por cierto, por religiones, ideales y utopías, que, al final, solo han traído terror y muerte. Siendo crítico, realista, aportando datos y evidencias, Martín va desmontando todos los constructos sociales (meritocracia, igualdad de oportunidades, justicia…) para convencernos de que la única salida real para conseguir una felicidad general es confiar en la tecnología, confiar en que nuestros sueños se puedan hacer realidad a través de un mundo falso, sí, pero que nos hará no ser esclavos de este mundo que es «un sumidero de mierda, un acto ridículo o absurdo».

Engañados, sí, pero felices. Pero no menos engañados que lo que ha estado la humanidad, por cierto, por religiones, ideales y utopías, que, al final, solo han traído terror y muerte

Yo recomiendo este libro porque ha conseguido hacerme crac en muchos cimientos que tenía en la cabeza. Y creo que eso es lo mejor que se puede decir de un libro: que te haga pensar.

Puedes hacerte con este libro en tu librería preferida o aquí

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