Si la dedicatoria ya es de por sí una declaración de intenciones, la nota con la que Alberto Cortés abre Los montes son tuyos sirve de advertencia al lector de lo que va a encontrar entre sus páginas: «Nunca quise escribir un libro […]».
La colección Escénicas de Continta Me Tienes recoge bajo este título dos piezas del dramaturgo malagueño (El Ardor y One night at the golden bar) que, como bien explica, no concibe la palabra sino como algo pegado al cuerpo, a la acción, a la escena. Y es quizás por eso que el texto, sin ningún tipo de acotación, se reparte por las páginas marcando distintos ritmos, a veces con sorna, a veces imitando el tono de una canción infantil, en ocasiones respondiéndose a sí mismo con dos voces que intercalan conceptos de dos líneas de pensamiento (ardor, guerra, deseo…) que confluyen en un anticlímax seco, agostado, una no culminación en la que no existe aparición milagrosa que acuda a los rezos ni deux ex machina que resuelva y conceda aquello que se anhela.
Y es quizás por eso que el texto, sin ningún tipo de acotación, se reparte por las páginas marcando distintos ritmos […] que confluyen en un anticlímax seco, agostado, una no culminación en la que no existe aparición milagrosa que acuda a los rezos .
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Desde la fotografía de la solapa, tomada por Miquel Tomé, el autor nos contempla con los ojos abiertos, mirada oscura y fija, ocultando medio rostro con sus manos. Y esa aparente vulnerabilidad se transforma, con esas mismas manos apretadas como puños, listas para arrojarnos un gancho que nos desestabilice. Porque esto es lo que hace su escritura.
Como cuenta Rodrigo García Marina en el epílogo, el ardor de Alberto Cortés no es aquello que arde o que ha ardido; es algo que está ahí, un incendio que no acaba de consumarse, una chispa que no salta, que no prende. Del mismo modo que el poeta mallorquín Carlos Asensio planteaba el dilema entre Arder o quemar (Maclein y Parker, 2019), mostrando una transmutación a través del fuego en sus distintos estadios, los textos de Alberto (Alberto, así, sin apellido, cumpliendo ese anhelo de escuchar pronunciado su nombre con el que nos interpela Cortés desde el escenario en el que escribe) se quedan en un momento previo, en un mensaje susurrado con los ojos cerrados que anuncia aquello que no acaba de llegar, un anhelo eternamente postergado.

Leyendo la cuidada edición a cargo de Sandra Cendal, y quizás por mi experiencia escénica, soy capaz de imaginar el texto unido al cuerpo, sobre las tablas, interpelando al espectador, con la suerte de acercarme a la dramaturgia de Cortés a través de la palabra escrita antes de contemplarlo en escena. El texto, que se asemeja más a un grito que a un intento de profundizar en cuestiones relevantes, combina mordacidad y dulzura, apego por las raíces y ningún tipo de censura (ahora que parece que esta palabra vuelve a estar tristemente de modo asociada a los montajes teatrales) a la hora de mostrar sus propias contradicciones y vulnerabilidades.
Como apunta García Marina, «nada es catastrófico». Las palabras de Cortés (o el autor sobre el escenario) vuelan, retumban y desaparecen. Pero no arden. Dejan un poso. Como esos montes figurados, nuestros, que existe únicamente en el momento que autor y espectador cruzan sus miradas a ambos lados del patio de butacas.
Puedes hacerte con este libro en tu librería favorita o en la web de Continta Me Tienes.