Se han revitalizado mis ganas de morir. Luego de pensarlo mucho, he llegado a esa conclusión sobre los acontecimientos de mi vida en el último año. Creo que eso siempre ha estado presente, es una sensación de vacío, es como una tristeza constante que se expresa con lágrimas intermitentes y que aflora cada cierto tiempo. Cuando era más pequeño creía que nunca llegaría a ser adulto, porque posiblemente moriría antes. En mi adolescencia pensé en las formas, los métodos, los detalles para terminar con mi vida. Tal vez de ese mismo lugar, de ese mismo deseo, proviene mi fascinación por las calaveras y mi gusto por las películas de terror. Tal vez estoy de luto por mí mismo. Tal vez vestir siempre de negro es la mejor forma que he encontrado de rendirle una solemne conmemoración a mi existencia. Cualquiera sea el caso, eso siempre está conmigo.
La sensibilidad de la carne de mi cuerpo y la capacidad de mi memoria para recordar hasta el acontecimiento más ínfimo, han sido siempre la maldición virtuosa de mi vida. Así como puedo excitarme con facilidad, también soy muy sensible al dolor físico. Así como recuerdo con precisión los momentos más trágicos y tristes, también puedo rememorar instantes de alegría, júbilo y placer. Ambas cualidades me han permitido imaginar que puedo ser un coleccionista de miradas, un recolector de instantes y un narrador de historias.
La sensibilidad de la carne de mi cuerpo y la capacidad de mi memoria para recordar hasta el acontecimiento más ínfimo, han sido siempre la maldición virtuosa de mi vida. Así como puedo excitarme con facilidad, también soy muy sensible al dolor físico.
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Al cerrar mis ojos puedo viajar a mundos de placeres y fantasías extraordinarias o visitar lugares tenebrosos y angustiosos. Una ocasión alguien que respeto y estimo me dijo que si bien el suicidio era una opción, había otras. ¿Alguien ya le informó que yo no quiero otras opciones? Tampoco quiero sentimentalismos, no se trata de un trastorno mental, de depresión o de una perturbación emocional. Es una de las energías que alimentan los circuitos de mis máquinas deseadoras. Contaré la historia que me permitió reconocer mi enigma con el negro, la muerte y su deseo.
Él apareció un día, emergió entre las penumbras de los dígitos y las redes de la electricidad. Una mujer de negro, vulgar e ignorante, con exceso de mal gusto, me había destrozado los sentimientos a golpe de insultos meses antes de conocerlo. Yo me encontraba herido.
Recuerdo que era un día muy caluroso. Lo vi por primera vez en una pequeña plaza que quedaba a unas cuadras de su casa. Me había invitado a tomar una taza de té. Conversamos toda la tarde sobre arte, literatura, comida, sobre España, y sobre los temas más sublimes de los que alguna vez hablé con un hombre. Su cuarto era ordenado, minimalista y sencillo con tonos grises predominantes. Él es pintor, un artista en ciernes, cuyos cuadros algún día estarán en prestigiosas galerías. En ese momento trabajaba en pinturas sobre su madre, sobre vírgenes negras y sobre la perfección de los trazos limpios de la geometría en diseños arquitectónicos.

Me cuesta enumerar lo que me fascinó de él. Su elegancia, su porte, su inteligencia, sus palabras, su cuerpo, su cabello, cada pieza de la composición era como una nota en la melodía sublime de su ser. Pasaron las horas y sugirió ir a por una botella de vino para amenizar la noche. Cenamos, bebimos y bailamos. Uno de los recuerdos más bellos que atesoro con cariño es con él. Mareado por el vino, caí sentado sobre sus piernas, nos miramos fijamente y en unos instantes estábamos besándonos. Sus besos eran dulces, sus caricias tiernas y su aroma delicioso. Nos desvestimos hasta quedar completamente desnudos sobre su cama, para dar paso al deseo y el placer. En la penumbra, con un tranquilo silencio, estaba acostado sobre su pecho mientras me abrazaba y me decía lo mucho que le gustaba. Así estuvimos un rato. Me pidió que me quedara a dormir con él, le dije que no podía esa noche porque tenía que volver a casa. Lo comprendió y nos despedimos con un largo y tierno beso en su puerta. Aún me pregunto si hubieran sido diferentes las cosas de haberme quedado esa noche. Todavía conservo, como un amuleto, una pequeña pintura que me regaló.
Me gustaría decirle que le ofrezco una disculpa por lo que sucedió después. Por lo que hice y por lo que dije.
Él me recordó que vestido en color negro me veo fabuloso. Él es la vitalidad del agua, la belleza de las sombras y los contrastes del negro en lienzos blancos. Él me enseñó que yo soy agua con ansias de muerte.
Él me recordó que vestido en color negro me veo fabuloso. Él es la vitalidad del agua, la belleza de las sombras y los contrastes del negro en lienzos blancos. Él me enseñó que yo soy agua con ansias de muerte.
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Últimamente me parece apetecible la idea de escribir sobre la vida como la imagen de una partida de ajedrez con la muerte. Es un juego que sabemos de antemano que vamos a perder irremediablemente, pero en el que arrojamos nuestro aliento, ingenio y habilidad porque la duración de esa partida es la garantía de nuestra fugaz existencia. La imagen más poética del filme El séptimo sello es esa brutal y emblemática partida de ajedrez que se enmarca con el mar y las nubes de fondo, como una metáfora de la tormenta de la que emerge la furia del cielo, el temblor del infierno y la vida en el inframundo.
¿Qué hacer cuando un virus expone la vulnerabilidad, fragilidad y mortalidad de mi cuerpo? ¿Cómo capturar el brillo que proviene del negro? ¿Es preciso matarse para evitar el temor a la muerte? ¿Es demasiado tarde para morir joven?