Teriantropía

Este es el elogio de mi cuerpo impreciso,
deambulando entre las sombras misericordiosas de la noche.
Camila Sosa Villada

La teriantropía es la cualidad de mutar entre formas humanas y animales. El concepto se usa también para describir las posibilidades espirituales de contener almas bestiales en nuestros cuerpos y de devenir transformados con las cualidades de la animalidad en nuestra carne, alma y deseo. Las vorágines de las transformaciones teriantrópicas producen la revelación y el despertar del therion (Θηριον), la bestia que duerme silenciosamente en nosotros. La filósofa Carolina Meloni en su libro Sueño y revolución describe procesos en los que las manifestaciones oníricas del deseo desplazan y disuelven el anthrōpos (ανθρωπος) que somos para devenir en therion, bestias indómitas y sedientas de sangre, sexo, semen, placer y carne. Bestias salvajes que son devoradores de cuerpos y destructores de normatividades punitivas mediante la reconversión de los órganos sin cuerpos, donde la sexualidad y las variabilidades del amor pueden ser las manifestaciones de esas mutaciones. “No hay sexo sin mutación animal. Sin esa estela ácida que exudan las bestias. Multitudes de seres diversos y polimorfos nos visitan e invisten en cada encuentro sexual”[1]. Esto debe ser un rostro del deseo.

Los cuerpos de los amantes pueden ser refugios para el therion que duerme en nosotros. En sus narraciones oníricas, Meloni relata ser follada por un hombre-jaguar en medio de las sombras, la humedad y el asedio de una tormenta eléctrica. Eso la lleva a reflexionar sobre el mito del Runa uturunco, un hombre que por las noches muta en una cruel y violenta bestia jaguar que devora todo tipo de carne a su paso. Es interesante que, una vez producida esa mutación “nadie es inmune a sus magnéticos efectos. El Uturunco actúa por contagio, por propagación y devenir: similar a un virus, el roce con su piel genera en sus víctimas un devenir-animal y sexual, una auténtica mutación cósmica del cuerpo y los afectos”[2]. Pero me resulta todavía más llamativo que los actos de violencia no sirven para domar a la bestia, pues únicamente lo vuelven más letal y voraz. Lo único que puede controlar su rabia, su ávida apetencia e insaciable sed, su violenta bestialidad y energía, es la ternura, el amor expresado en un acto de ternura, particularmente en caricias y abrazos. Aquel cuerpo que consiga besarlo por completo, abrazarlo y mimarlo será aquel que pueda domar a la bestia. Lo único que puede sujetar lo bestial del dolor y el sufrimiento de un cuerpo son los dominios de Eros.

Esto me hace preguntarme ¿Qué clase de therion duerme en mí? ¿Qué tipo de bestia es la que sueña en mi cartografía somática? He aprendido a respirar por las heridas. En la memoria de mi piel hay cicatrices fundidas entre las marcas del tiempo y los pasmosos recuerdos que me hacen ser eso que creo que soy. La melancolía de mi cuerpo y la tristeza de mi alma es el reflejo de mis ojos negros en el espejo. El therion que duerme en mí es una bestia herida, frágil y vulnerable que se traduce en brusquedad, torpeza, indefensión y, tal vez, un poco de locura mezclada con crueldad y expresada en un desenfado y confianza fingida. En mi corporalidad anímica contengo las lágrimas y el dolor de otras historias que no me pertenecen pero que han configurado mi forma de desear y mis búsquedas por sentirme deseado. Mi ansiedad devora y consume mi alegría, mi dolor es el clamor del grito ahogado por la violencia y mi cualidad de ser nocturno e insomne es el intento de no morir demasiado pronto, demasiado deprisa, demasiado adolorido, porque no quiero morir demasiado cansado. Me da tanto miedo la noche que permanezco despierto para que su oscuridad no me consuma. El dolor que siento lo adormezco con libros, con música, con distractores soporíficos de reflexiones eruditas y discursos sofisticados. También con el abrazo furtivo de cuerpos anónimos, con pequeños y fugaces instantes en los que puedo eludir eso que en España llaman soledad. Momentos en los que por unos segundos me siento amado, mimado por la vida, absorto en una ilusión y embriagante delirio.

Una forma poética de pensarlo es en un perro con nombre de León y un zorro cósmico follando bestialmente en un apartamento en Madrid, luego de visitar el templo de Debod, intentando disolver las jaulas del tiempo y la distancia, compartiendo su lefa, escribiendo los rastros de recuerdos y expectativas inexistentes de una cotidianidad compartida, con la única intención de vivir y consumar una experiencia apetecible. Un zorro abrazando a un perro con nombre de León para consolarlo y mimarlo, intentando que sus heridas no sangren (aunque solo sea por un momento), conteniendo el cansancio, el dolor y el tormento entre sus brazos, tratando de escribir un relato inverosímil, dejando en claro que ahora que la casualidad de la vida los ha reunido todo depende de ellos, que lo que pase después depende de nosotros. El zorro no le promete al perro la vida, pero le muestra que determinadas palabras precisas, que ciertos actos deliberados, que algunas caricias pueden domar el impulso de destrucción y atravesar la oscuridad. El perro se siente feliz, cuidado, mimado y domesticado mientras se encuentra en los brazos del zorro, quisiera que esa sensación de su compañía durara para siempre.

Esto me hace preguntarme ¿Qué clase de therion duerme en mí? ¿Qué tipo de bestia es la que sueña en mi cartografía somática? He aprendido a respirar por las heridas. En la memoria de mi piel hay cicatrices fundidas entre las marcas del tiempo y los pasmosos recuerdos que me hacen ser eso que creo que soy.

León andrés damian

El therion que soy es una sensación que siempre me acompaña, no es una entidad dual en mí, sino otro elemento de mi constitución somática. Son unas ideas, unos recuerdos, unos aromas y unas imágenes que de vez en cuando se manifiestan en sabotajes personales, brusquedades inoportunas, exigencias absurdas, demandas de cosas sin importancia, la sutileza de las cosas insignificantes de la vida. Es también una obsesión por buscar la destrucción, por demolerlo todo, por desmembrar cada rastro de dulzura, por aniquilar las promesas de alegría. Desde hace algún tiempo me había acostumbrado a aceptar mis temporadas de ansiedad y melancolía como como un rasgo inherente de mi constitución subjetiva, eso que algunos llaman “el mal de la depresión”. Jamás creí que viviría tanto, a veces me pregunto si ya es demasiado tarde para morir joven, no sé exactamente qué me mantiene con vida. Soy consciente de que las palabras tienen la capacidad de pulverizar en instantes el presente que nos sostiene. Mi principal temor es la bestial capacidad que poseo para arrasar con la de por si quebradiza estabilidad de las cosas buenas en mi vida. Durante días completos soy atormentado por pesadillas y ensoñaciones, dudas e inseguridades. Mis obsesiones, debilidades y temores me agotan con el paso de los días. ¿Qué va a suceder conmigo?

Aun así, ese therion que duerme y sueña en mí, y que también soy yo, es la bestia del deseo procedente de la oscuridad de mis noches, un destello de la luz procedente del negro. Alguna vez pensé que todo este libro puede reducirse a mi deseo de que alguien me ame, me cuide y me abrace. Mi vida tal vez es la búsqueda desesperada por encontrar las manos que puedan proporcionar las caricias, los abrazos que puedan acogerme y los labios que quieran besarme para domar a la bestia autodestructiva y herida que soy. Eso debe ser otro rostro del Eros.

Cuando se aproxima una tormenta, hay destellos de luz efímera que anuncian la magnitud de su intensidad. Un acto puede ser también una luz que, por momentos, ilumina el inevitable preludio de una tempestad de resonancias y afectos que se producirá al primer contacto de los labios, para luego dar paso al cataclismo del cosmos en el preciso instante de follar. Intento dormir para soñar con el sueño de que el therion que soy yo sea domesticado con la infinita alegría de vivir.

*Este escrito es un capítulo perteneciente a la novela La luz procedente del negro.


[1] Carolina Meloni, Sueño y Revolución, Madrid, 2021: Continta me tienes, pp. 113-114.

[2] Ibid. p. 122.

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