Eloy de la Iglesia. El placer oculto del cine español

En marzo de 2018, enmarcado en el programa Ochéntame otra vez, el reportaje Generación Vaquilla (La 1, 9 de marzo de 2018) incluía entre sus imágenes de archivo declaraciones de Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1 de enero de 1944 – Madrid, 23 de marzo de 2006) en las que el cineasta afirmaba el poco interés que los márgenes y quienes los habitan despertaban en la mayoría de creadores literarios y audiovisuales de la época.

En el ensayo colectivo Eloy de la Iglesia. El placer oculto del cine español, coordinado por Carlos Barea y recientemente publicado por Editorial Dos Bigotes, un total de once autoras y autores recorren esos márgenes, acompañando a los personajes, los actores y las actrices del universo del cineasta vasco en un recorrido que abarca ámbitos desde lo narrativo hasta lo historiográfico, pasando inevitablemente por el contexto de recepción y censura e incidiendo en su papel en el desarrollo del denominado como cine quinqui.

El propio Barea inicia el monográfico, contextualizando el cine de Eloy de la Iglesia en el ámbito socioeconómico y político en el que se desarrolló, con un breve recorrido histórico sobre el tratamiento jurídico de la homosexualidad en España, sirviendo de introducción al trabajo desarrollado en el resto de capítulos. Seguido inmediatamente después por Violeta Kovacsis, el texto de la profesora y crítica cinematográfica ahonda en la figura de de la Iglesia como cineasta de la Transición y su representación de generaciones entre regímenes diferentes, militancia, servilismos y la confluencia de personas en posiciones políticas enfrentadas y supuestamente irreconciliables.

Eduardo Bravo es el primero de los autores del ensayo en adentrarse de lleno en el cine quinqui, en esa representación de los suburbios, de lo marginal, de la jeringuilla, en un ejercicio textual en el que, para el que suscribe estas palabras, acaban mezclados el universo de los jóvenes que protagonizan estas historias con la propia mitología intrafamiliar al acabar José Luis Manzano, tras uno de sus episodios lisérgicos, en la parroquia de mi barrio. En un contexto en el que todas las familias de la época contábamos con alguien más o menos cercano atrapado por la heroína, la aparición de Manzano se entremezcla con otras historias, otras personas, acabando con su rostro plasmado en un mural que todavía hoy se conserva en el interior de la iglesia, justo detrás del altar. Porque el cine de Eloy de la Iglesia se acercaba a una realidad muy presente, pero, a la vez, muy obviada por las corrientes más generalistas del cine de la época.

Pero es que, además, como recoge en su capítulo Diana Aller, tras el recorrido urbano realizado por Nicolás Grijalba de la Calle, la forma en la que quedó retratado este contexto no fue nada positiva para los que lo habitaban. En palabras de Alana Portero, recogidas por Aller del pódcast de Carolina Velasco He venido a hablar de mi libro, «Aquello fue un horror que se extendió por todos los barrios obreros del país. […] Tengo una cruzada personal contra el cine quinqui […]. Yo lo detestaba y lo detesto ahora, porque me parece un ejemplo de turismo de clase asquerosa. […] Eran chavales drogadictos y ladrones de verdad, a los que exponían de la peor manera […] para entretener a la gente. Pero luego los dieron de lado. Luego esos chicos volvieron a sus barrios y murieron casi todos».

Francina Ribes Pericàs, por su parte, se centra en el análisis de los personajes femeninos desde una feminidad no normativa, destacando un importante componente político de ruptura frente a lo tradicional, dando pie a Juan Sánchez, que enumera a las actrices que acompañaron profesionalmente al director en sus proyectos. El capítulo de Sánchez puede entenderse como primera parte de un díptico que continua La Caneli al centrarse en los «hombres de Eloy» desde una perspectiva diferente; y es que, mientras el capítulo dedicado a las actrices tiene un tono más informativo y descriptivo en cuanto a carreras profesionales se refiere, el centrado en los hombres se entrelaza inevitablemente con la vida personal del cineasta, destacando especialmente su relación con Manzano y cómo la salida del primero de la industria cinematográfica conllevó la salida del segundo.

David Velduque, director de cine y creador del pódcast Sabor a Queer, ofrece una perspectiva muy interesante sobre Eloy de la Iglesia al acercarse a su trabajo desde la admiración de un creador hacia otro de cuya obra ha podido nutrirse y nutrir su trabajo. Hay en las palabras de Velduque un clamor de resistencia y de insistencia por continuar construyendo en lo audiovisual desde los márgenes, que emparenta sus trabajos, especialmente en un contexto como el actual en el que la censura, lejos de haber quedado atrás, puede ejercerse desde muy diversas perspectivas. Y es en la censura en la que encuentro un punto en común con el siguiente autor, Alejandro Melero, que hace ya unos años se encargó de dirigir mi tesis doctoral, construida precisamente en torno a esa ocultación de toda realidad alejada del centro heteronormativo. En su capítulo, centrado en la homosexualidad y en la concepción de de la Iglesia como cineasta gay, Melero se recrea en algunas de las trampas (semióticas en algún caso) llevadas a cabo para sortear dicha censura.

Por último, el escritor y programado de cine Vicente Monroy parte de la que fue la primera película que vi, hace ya décadas, de Eloy de la Iglesia, para realizar una aproximación a su filmografía desde la óptica del cine de terror. Aquí, lo monstruoso es, por tanto, también político y es el contexto el que crea al monstruo (o el monstruo el que se crea a sí mismo para escapar). De esta forma, Monroy también da una vuelta de tuerca a su ensayo para situar al lector en una posición similar a los personajes del cineasta vasco, enfrentándolo a la posibilidad de su propia monstruosidad.

Puedes hacerte con este libro en tu librería favorita o en la web de Editorial Dos Bigotes.

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